En los años sesenta la disyuntiva artística se plantea entre figuración y no figuración. En entendimiento entre Estado y artistas de vanguardia fracasa en los años sesenta, momento en que conviven en la Península una formulación expresionista, con un incipiente realismo, un arte normativo de corte geométrico y tecnológico, influido por el arte foráneo, la neofiguración y el Pop, de claro contenido político y social (Equipo Crónica y más tarde, en Valencia, Equipo Realidad). En este ambiente, Tino Grandío busca salidas al academicismo imperante del escenario artístico, empleando para ello la estética expresionista.
En este lienzo, propone una línea de horizonte en diagonal, y potencia la sensación de vacío al desplazar el motivo principal, el camposanto, a una esquina. El resultado es una composición abigarrada, de espacio reducido y tendente a la planitud. La luz procede del ángulo superior derecho, incidiendo sobre el edificio, que la reflecte en un haz luminoso que se expande por el cuadro. La potencia de la luz genera un contraste lumínico muy marcado. Los brillos son enfatizados por el color blanco y la acumulación de materia. La paleta de color se reduce a blancos, negros y unas pequeñas veladuras de gris rojizo en el primer plano. La negación del color es una de las propuestas del artista para salir del academicismo rancio, entonces generalizado en la pintura española. Otra medida que adopta el pintor, es destacar el proceso de creación de la obra, alejándose de la factura minuciosa a la que tendía la tradición, y valorando las diferentes texturas del cuadro, de volúmenes abocetados y trazo grueso grumoso. En Cementerio de Lousada, Grandío redefine la noción romántica de paisaje psíquico, descargándolo de literatura y anécdota, y bañando lo representado en una nebulosa gris de carácter expresionista.