Comenzó dibujando desde muy joven y su precocidad lo llevó a celebrar su primera exposición a los trece años en el Centro Artístico y Literario de Granada, con obras que se encuadraban dentro del realismo social. En su ciudad natal frecuentaba los ambientes intelectuales, como el Café Suizo, relacionándose con los artistas y literatos locales, destacando su amistad con el escritor Antonio Muñoz Molina.
A principios de los ochenta realizó algunas obras abstractas, influenciadas por la pintura de José Guerrero, entonces referencia de la vanguardia artística granadina. Conoció así la pintura de los expresionistas abstractos americanos y empezó a investigar el campo de la mancha y de la pintura pura y gestual.
En 1983 regresó al realismo y a su preocupación por el dibujo con la serie «Iré a Santiago», inspirada en el poema Son de Cuba, que cierra la obra Poeta en Nueva York de Lorca. A partir de este momento comenzó a combinar una pintura gestual y de campos de color con el dibujo y la línea, hermanando dos ámbitos que parecían irreconciliables. Las figuras se sitúan sobre fondos de colores líquidos, haciendo que lo concreto flote sobre la densidad de lo abstracto, sin más referencia a la realidad que su propia presencia.
En los últimos años su obra ha ido volviéndose más sombría y melancólica. Su paleta ha dejado paso a los tonos ocres, grises, pardos, amarillos y azules, con los que crea escenas que fluctúan entre lo onírico y la realidad más inmediata. El dibujo ha sido sustituido paulatinamente por la fotografía, convirtiendo sus cuadros en collages donde elementos descontextualizados se introducen en paisajes desolados, creando obras de resultado inquietante en las que la vida moderna se ofrece de forma fragmentada.
Esta descontextualización de los temas supone también un replanteamiento de la relación tiempo-espacio. La transgresión del orden proporcional entre los elementos figurativos y la falta de referentes a un mundo real provocan una sensación de desasosiego y de amenaza que recuerda a las obras de Magritte, donde los elementos cotidianos se transforman en fantasmas de otro tiempo. La presencia de una acción suspendida, que provoca una sensación de inminencia, de hallarnos en el preludio de una acción inquietante, también remite a la obra del surrealista francés. En palabras de Justo Navarro: «Como la pipa de Magritte, la pipa que no es una pipa (los objetos de las obras de Juan Vida) dicen: esto no es un caballo, un bañista, un automóvil…»1; se trata de un acto de denuncia del ilusionismo pictórico que se hace extensible al ilusionismo de la vida posmoderna.
La vuelta al realismo social lo ha llevado a plantear en su obra la crítica a dos aspectos fundamentales: el compromiso con la sociedad y la historia y, por tanto, el papel del arte y del crítico en el engranaje social. El resultado es una obra estética cargada de ironía que pide al espectador unos momentos de reflexión. Sus lienzos están plagados de elementos de la vida cotidiana, que posan para el artista, que contrapone la cotidianidad burguesa (casera) a la cotidianidad natural (externa), representadas mediante animales y personajes de dos clases: la burguesa y la obrera, combinados en una producción donde el intimismo autobiográfico comparte protagonismo con el mundo externo.