La pintura fue, en las manos de Laxeiro, además de una experiencia continua para inventar un lenguaje con muchos registros, un instrumento para interpretar el mundo que vivía desde su sentimiento humanista, con humor y sarcasmos. O enterro da marioneta pone de manifiesto, desde una estética que evoca su admiración por la metamorfosis picassiana, el uso que el pintor de Lalín hará de uno de sus personajes más humanos y exquisitos, el muñeco o la marioneta -un muñeco de madera al que dan vida otros personajes que deben mover los hilos para manejarlo a su antojo- como pretexto interpretativo de una vida manipulada desde los bastidores del poder. En una carta dirigida a un amigo gallego, desde Buenos Aires, en 1958, le dice: «[...] Tengo que pintar el gran cuadro del siglo, obra que me encargó la Sociedad de Naciones. El cuadro se llama “La muerte del muñeco” y es una síntesis de dibujo y color, donde espero dejar un documento para las generaciones venideras y donde quedarán registrados todos los fantoches que dominaron y asustaron al mundo antes de la era del Satélite». Así, pues, este cuadro nos lleva, de nuevo, a un tema jamás olvidado de la iconografía laxeiriana, verdadero portavoz de su condición existencial y de su compromiso ético. En él descubrimos parte de su filosofía personal: figuras tratadas como guiñoles que retraen al artista a la época de su niñez, cuando asistía a la representación de los Títeres de Barriga Verde, que reaparecen constantemente. Son, ante todo, el móvil de su mirada crítica para explicar la vida en términos paródicos, al tiempo que para indagar en las nuevas búsquedas estilísticas dentro de su característico expresionismo barroco y románico, narrado a la manera de los viejos cuentos de ciego que se recitaban en las ferias o en las romerías de la Galicia rural. Laxeiro decía que con las marionetas el artista no tenía límites, siempre que a aquél no le faltase imaginación («Estos duros personajes impondrán respeto en el reino plástico»). Las marionetas reaparecen de diferentes maneras, aunque siempre como intérpretes de la comedia humana, pero nos seducen por su aparente inocencia y una provocada ingenuidad -un sentimiento que en Laxeiro resulta primario, duro y tierno a la vez- o como personajes maquínicos, sometidos a la frialdad de su realidad más recelosa. Su paródico entierro no supondrá, sin embargo, aparcar el tema, que continuará en años sucesivos, sino más bien tratar de escenificar los sutiles ataques críticos del artista contra el poder.
Xosé Antón Castro