La pintura española del siglo XIX lleva el nombre de la familia Madrazo, desde José (1781 – 1859), el iniciador de la dinastía –gran pintor académico-, cuya estela fue seguida por sus hijos Luís (1825-97) y Federico, así como por los hijos de este último, Raimundo (1841-1920) y Ricardo (1852-1917). De todos ellos, tanto por su larga carrera como por la calidad, cantidad y sobre todo, por la repercusión de su trabajo, sobresale la personalidad de Federico Madrazo, quien llegó a ser el pintor más importante de su época.
Federico inició su formación bajo la tutela de su padre, por entonces director de la Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, y desde muy pronto dio muestras de su talento. A los catorce años la reina María Cristina le compró un cuadro, y a los dieciséis años fue nombrado académico de mérito gracias a La conciencia de Escipión. En 1833 recibió la cruz de Isabel la Católica y su pintura La Reina María Cristina cuidando al rey enfermo le valió el nombramiento de pintor de cámara supernumerario. Ese año viajó a Paris para completar su formación con Ingres y en 1839, a Roma, donde se vio influido por las propuestas de los pintores nazarenos alemanes establecidos en la ciudad. Estos viajes sirvieron para que su fama traspasara los Pirineos, y en 1837 recibió un encargo del rey de Francia Luís Felipe de Orleans. A su vuelta a Madrid en 1842 inició una importante carrera como retratista que le llevaría a convertirse en pintor oficial de la aristocracia, la burguesía y la clase política de la época. Durante esos años los éxitos profesionales se sucedieron con gran rapidez en su biografía; así en 1857 recibió el título de pintor de cámara y en 1860 fue nombrado director del Museo del Prado, cargo que desempeñó hasta 1868 y de 1881 hasta su muerte.