Alegrías

La escena, tratada como un sencillo tema de costumbres -un grupo de mujeres improvisa una danza en el momento de reunirse en la orilla del río para lavar y clarear la ropa blanca, es observada por un zagal que, tímidamente, se incorpora al festejo-, es en realidad un tema clásico reinterpretado. Se trataría de una fiesta o danza campestre, una bacanal que transcurre en una idílica arcadia gallega.

  • Roberto González del Blanco
  • 1935
  • Pintura
  • Óleo sobre lienzo
  • 258
  • 190 x 164,5 cm
  • Colección de Arte ABANCA

A la altura de 1935, tras más de diez años en los que Roberto González del Blanco había concentrado su producción artística en torno a las exposiciones regionales y nacionales, la temática cultivada por el pintor se orienta paulatinamente hacia temas de carácter costumbrista más propios de un artista del siglo XIX; en estos introdujo, gracias a su u poderosa impronta, un tratamiento lumínico íntimamente vinculado con la producción de Sorolla.

Estas dos circunstancias, junto a un atento estudio de las obras de los grandes maestros de la pintura, concurren en Alegrías, lienzo de formato amplio en el cual se descubre la preocupación por captar con precisión los gestos y actitudes de los personajes que pinta.

En el caso de Alegrías, se puede afirmar que la presencia del museo es mucho más evidente que en otras obras del autor. La escena, tratada como un sencillo tema de costumbres -un grupo de mujeres improvisa una danza en el momento de reunirse en la orilla del río para lavar y clarear la ropa blanca, es observada por un zagal que, tímidamente, se incorpora al festejo-, es en realidad un tema clásico reinterpretado. Se trataría de una fiesta o danza campestre, una bacanal que transcurre en una idílica arcadia gallega.

No sólo se trata de una reinterpretación iconográfica, la composición y algunos motivos particulares remiten a la pintura de siglos anteriores. Observándola con detenimiento se puede comprobar como las figuras habitan un espacio definido de antemano, semejante al empleado por Nicolás Poussin en muchas de sus obras; las rocas que descienden hacia la orilla del río, caracterizadas por su perfil aristado y duro, la forma geométrica del lavadero en torno al que danzan, a modo de ninfas, reforzando tridimensionalmente la planta del lavadero, son elementos que crean un espacio medio en el que disponer las figuras.

Este espacio apriorístico queda, igualmente, definido por el color, del mismo modo que este determinará en el caso de las figuras su línea compositiva. De esta forma, se puede constatar como los tonos pardos y tierras, situados en el primer término de la escena, en los que habría que incluir al muchacho situado en el ángulo inferior izquierdo, se pasa a una coloración más viva que, por su intensidad, proyecta hacia adelante la escena de fondo, conectando visualmente la figura que cierra la composición en el centro del lienzo con el grupo de mujeres que danzan un poco más adelante, la presencia de una mujer con un chaleco de tonos oscuros y paño en la cabeza de tonos amarillos devuelve a ésta su ubicación espacial correcta.

El resto de las mujeres, por su parte, muestran en sus poses movimientos muy parecidos a algunas figuras incluidas en las obras de Tiziano, Rubens o Poussin. Incluso, la posición más baja de muchacho, con una pierna que cuelga en el vacío, proyectándose en un leve escorzo hacia el primer término, evoca posiciones clásicas como las que Miguel Ángel había incluido en su Batalla de Cascina. Esta figura es, por otra parte, el cierre de la composición que muere en el primer término, junto a un grupo de helechos.

Por lo que se refiere a la composición del lienzo, este está dominado por una línea helicoidal que, partiendo del fondo -la figura situada en el centro superior de la tela- avanza hacia el ángulo inferior izquierdo a través de la curva generada por las tres mujeres. El ritmo ondulante, grácil y elegante, definido por esta composición -en la mejor escuela de los modelos manieristas italianos y clasicistas de Poussin- está reforzado por la entonación general de la tela; las sábanas blancas, así como los mandiles del mismo color, y las entonaciones más frías de sus faldas, refuerzan ese movimiento dinámico y serpenteante. De manera semejante, las manos de las mujeres y la posición de sus pies encadenan una secuencia rítmica hábilmente conseguida.

El conjunto se remata con un tratamiento de la luz propio del luminismo de Sorolla que, gracias al reflejo de las sábanas, inunda la escena creando una atmósfera envolvente en la que los perfiles de las figuras se diluyen mientras que sus rostros adquieren una luminosidad especial, incluso cuando se encuentran en un tenue contraluz.

Juan Manuel Monterroso Montero