Busto de Manuel Quiroga

El busto de Manuel Quiroga, realizado en aquellos momentos en los que había alcanzado los laureles de la gloria, es uno de los más fuertes y expresivos retratos de la época, se diría que las manos de Francisco Asorey trabajan no como lo hacen habitualmente las de un escultor sino con el «elán vital».

  • Francisco Asorey González
  • 1920
  • Escultura
  • Fundido en bronce
  • 49
  • 51 x 30 x 37 cm
  • Colección de Arte ABANCA

Manuel Quiroga Losada, nace en la ciudad del Lérez el día 15 de abril de 1982 y muere el 19 de abril de 1961, reunía todas las cualidades necesarias para destacar en la práctica de la música, estudios que inicia en su ciudad natal y luego, merced a la beca que le concede la Diputación Provincial de Pontevedra, perfeccionará, cuando todavía no había cumplido los 15 años, en el Conservatorio de Madrid. En octubre de 1910 y ante la falta de apoyo oficial decide irse a Berlín para estudiar con Fritz Kreisler, pero a su paso por París y tras el encuentro con Juan Casaux cambia de planes e ingresa en el Conservatorio de la capital francesa donde conseguirá la primera de las seis plazas que convocaban entre trescientos aspirantes que habían concursado para recibir enseñanzas de Eduoard Nadaud. Al año siguiente obtiene el primer premio, así como el de Pablo Sarasate, contaba por aquel entonces con 19 años, además de los premios Jules Garcin y el Monnot delante de un jurado compuesto por figuras de la talla Faure, Thibaud o Fritz Kreisler.

Al tiempo que va progresando en su carrera musical como violinista se inicia en el mundo de la pintura, y, además de destacar como compositor, también nos sorprenderá como escritor, tareas estas últimas a las que se entregará tras sufrir un terrible accidente de tráfico -8 de junio de 1937- que lo apartará de aquella faceta que lo había convertido en uno de los mejores violinistas del mundo.

El busto de Manuel Quiroga, realizado en aquellos momentos en los que había alcanzado los laureles de la gloria, es uno de los más fuertes y expresivos retratos de la época, se diría que las manos de Francisco Asorey trabajan no como lo hacen habitualmente las de un escultor sino con el «elán vital». Y es que Asorey no se conforma con reproducir un parecido físico sino que consigue definir plenamente la personalidad de este genial gallego. La mirada, mitad ensoñadora mitad desafiante, lo que quizás sea debido a ese pequeño extravío en los ojos que caracterizaba al polifacético artista pontevedrés, el rictus de la boca, la valiente virilidad del ceño fruncido y el rostro lleno de movimiento, de ondulaciones y de perturbación, lo que nos hablará de su temperamento nervioso -hablo de aquel que en 1916 había motivado que en un certificado médico firmado por Celestino Poza se hiciera constar que padecía una «astenia cerebral», por lo que se le recomendaba no dar conciertos ya que «la presencia de público podía aumentar la depresión nerviosa que sufría», es más, la mencionada enfermedad le permitiría ser declarado inútil temporal para realizar el servicio militar-, hace de la obra un definitivo acierto plástico que el bronce eterniza y que eleva a la categoría de obra maestra.

La pieza escultórica se sitúa en aquel momento al que Otero Túnez, autor de un magistral e insuperable estudio sobre Francisco Asorey, llama período de Caramoniña, por ser en esta calle compostelana, situada muy cerca de Santo Domingo de Bonaval, donde el escultor tiene instalado el taller en los años 1919 a 1930, etapa de intensa producción y en la que surgirán algunas de sus obras más significativas, y en la que el primitivismo y el realismo expresionista serán las dos notas estilísticas esenciales de aquel momento en el que Asorey abandona los balbuceos rodinianos para componer con aquella misma pasión y grandeza con la que Bourdelle ejecuta los bustos de Beethoven y Daumier, y antes de seguir las pautas del expresionismo a lo Metzner y a lo Iván Mestrovic.

Esta cabeza será realizada a partir del boceto que Asorey había hecho para esculpir en granito aquella otra que, unida a un gran bloque del mismo material configurará el «monumento al violinista Manolo Quiroga» que en 1922 se instala en los jardines de la Alameda de su ciudad natal. De ahí que en ambas se nos muestre ese rostro vigoroso, de marcadas facciones, casi perfectas, de seriedad en la expresión, resultado de una obstinada búsqueda de la «verdad», fruto de un realismo acentuado y minucioso que casi raya con el expresionismo y que nos trae evocaciones del hacer de Victorio Macho y, sobre todo, de los «Bustos de la Raza>> de Julio Antonio.