Souto, en su estancia en París, coincide con los Neohumanistas que, al igual que la Nueva Objetividad alemana o el Novecento italiano, propugnaban una vuelta al orden, teñido de una marcada nostalgia clasicista. Así mismo conoce al maestro Bonnard al que admira y dedica uno de sus escasos textos, a su muerte. De él admira su "opulenta jugosidad cromática" y la "torpeza intencionada". París supone el despertar de una iconografía: los interiores, que remiten directamente a la pintura de los impresionistas franceses, los primeros en vulnerar las barreras de la intimidad, mostrando sin pudor inconscientes desnudos femeninos. La representación del cuerpo se presta a la acumulación de manchas, conformadas por infinitas pinceladas, y resaltadas en luminosidad las unas de las otras, por los toques de brillos. Compositivamente destaca la importancia que da a la diagonal, potenciada por las blancas carnaciones de la modelo, y que crea un espacio en desequilibrio. El cuerpo femenino, destaca sobre los tonos oscuros de la cama y del fondo, haciendo del desnudo, evidentemente inspirado en la Venus del espejo de Velázquez.