La obra cuenta con el impactante protagonismo de una temática social que habrá de llevar al artista, en años futuros y a través de varias experiencias industriales y socio-culturales, por caminos diferentes al de la pintura de caballete. No obstante la fuerza expresiva de la escena, con capacidad para magnetizar al espectador desde la primera mirada, existe en el lienzo una sobria solemnidad y una delicada ternura de sentimiento que, sumada a la carencia de todo dramatismo gestual, le imprime un baño de espiritualidad con vocación de reivindicación y denuncia. Lo primero que llama la atención es la desnuda representación de la tragedia, el espanto del suceso, la intensa e incrédula mirada de los ahogados, diríase que asombrados por la repentina llegada de la muerte. El ámbito de trabajo donde los hombres de la costa gallega se ganan la vida, faenando sobre frágiles embarcaciones, demasiadas veces deviene espacio hostil e intransitable, donde se agazapan la crueldad de un final trágico e inmerecido: de eso se trata precisamente, de denunciar la injusticia y el sufrimiento a los que, en excesivas ocasiones, se ven sometidos las gentes del mar.
Como era habitual en la pintura de la primera etapa de Díaz Pardo, el espacio está articulado en varios planos de profundidad, logrados mediante una superposición de los grupos humanos y una jerarquización de la luz. En el primer plano es la fuerza del drama en estado puro lo que asalta al espectador: el cuerpo sin vida de un marinero ahogado, expuesto en toda su crudeza como una de las víctimas de Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya, yace al pie de la barca que lo acaba de traer a tierra firme. El grupo principal se presenta en un segundo plano bañado de luz -una luminosidad dorada que refuerza la calidad y la textura de la paleta del artista-, rodeado de figuras situadas en un tercer plano, sumergidas en una penumbra de tristeza, asistiendo impotentes y solidarias a la llegada a tierra de los fallecidos. La mirada del pintor se recrea precisamente en la resignada contención de los familiares, vecinos y compañeros de los ahogados, víctimas unos y otros, vivos y difuntos, de una tragedia colectiva excesivamente repetida y compartida, como si el peligro de la muerte en el mar y su frío abrazo pulposo fuese una constante tan temida como asumida por toda la comunidad.
El centro compositivo que atrae la mirada del espectador se encuentra en el rostro y el torso desnudo -enmarcado por la blancura de la camisa abierta- del pescador fallecido al que dos compañeros sostienen. La angustiada figura femenina tocada de rojo y dispuesta a cubrir el cuerpo sin vida del que, sin duda, será su hermano o su marido es el personaje más intenso de los que pueblan la escena. Evoca con su callado lamento a una Virgen María o una Magdalena al pie de la Cruz, asistiendo a los preparativos del Santo Entierro. No parece gratuita esta cita a la iconografía religiosa. Más bien todo lo contrario, si recordamos el interés del pintor por los grandes maestros italianos de los siglos XVI y XVII que tuvo ocasión de conocer sobradamente en su estancia en Madrid y en su viaje a Italia de 1942. De hecho, parece que la conexión con la pintura italiana renacentista y barroca pocas veces puede ser tan evidente como en esta obra, al hacerse tan claro el recuerdo de la célebre Deposición del Señor -también conocida como el Descendimiento al Sepulcro- que Caravaggio había pintado entre 1602-1604 para la iglesia romana de S. María in Vallicella, lienzo que en la actualidad se conserva en la Pinacoteca Vaticana. Diez años más tarde, en 1955, Díaz Pardo habría de hacer una nueva relectura del tema en Recollendo mortos, un óleo sobre papel más expresivo en el sentimiento y en la forma, al dotar al dibujo de una fuerza expresionista de la que está desprovista esta tela de 1945. Pero en el momento en el que Os afogados se está gestando la producción del pintor asume plenamente el clasicismo, tanto desde el punto de vista de la forma -los cuerpos musculosos de los marineros, de gran fuerza miguelangelesca- como de la composición, muy medida y equilibrada, y de las actitudes de los personajes. Quizá sea el sentimiento de serenidad y extrema contención lo que más sorprenda de tan patética escena. El autor, no obstante, está muy lejos de presentar el episodio con frialdad, pero opta por desprenderse de todo aspaviento en la representación del dolor para presentar con toda su crudeza el drama humano que se nos presenta como un testimonio objetivo de una realidad social más necesitada de soluciones que de falsos llantos.
Francisco Singul