En esta obra, Nóvoa reconoce una de sus grandes influencias, la del arte abstracto de Kazimir Malevich, que a mediados de la década de los 10, llevó al límite las posibilidades de la pintura. El lienzo es un homenaje a este artista, especialmente en el empleo del blanco sobre blanco, pero es también la demostración de a dónde llegó la pintura tras pasar décadas en jaque, gracias a las propuestas del ruso. Como es habitual en las obras de Nóvoa, la materia, el brochazo y la pincelada, no desaparecen, trasluciendo el origen y el proceso pictórico. La conquista del espacio por parte de esta disciplina -que Malevich había intentado realizar al colocar uno de sus cuadros en uno de los ángulos de una sala de exposiciones, revolucionando a su vez los métodos expositivos-, se representa en el grupo de chuzos, que además de aportar volumen, generan juegos de luces y sombras, y modifican el color de la composición. La pintura, muerta tras la obra de Malevich, cobra vida, y se presenta como una disciplina autónoma y autosuficiente.