Los años 1929 y 1931 fueron de crisis para Miró, años en los que creó especialmente dibujos y collages y en los que inició una serie de esculturas que llevan el nombre de “construcciones”. Para muchos críticos, entre 1927 y 1928 Miró llevó a cabo una ruptura formal, dando aparición en su obra a unas figuras o formas biomórficas muy simples ubicadas en unos espacios infinitos.
En Tête d'homme III, Miró deforma la anatomía dando gran relevancia a la línea y al color, que cobran importancia por sí mismos dentro de una composición plana sobre un fondo monocromo. Esta obra se aproxima a la abstracción geométrica a la vez que nos recuerda composiciones que expresan esquemáticamente el rostro de un hombre, herederas de los dibujos infantiles, que fueron una fuente inagotable de inspiración para Miró. El artista ha abandonado los métodos convencionales de la pintura para adentrarse en un mundo repleto de símbolos infantiles, de imágenes del subconsciente y del mundo de los sueños. Miró se convirtió ya entonces en un claro referente para los jóvenes creadores y para el panorama artístico del momento.
La ingenuidad que en ocasiones desprenden las obras del artista catalán y su propio y característico lenguaje estilístico lo han convertido en una de las figuras fundamentales del arte del siglo XX.