Aunque en sus comienzos la figuración ocupó parte de su producción, podemos decir que, a partir de los ochenta, el paisaje se convierte en protagonista de sus óleos. Su paleta amplia y rica se debe en parte a sus viajes por Italia y Francia, donde se empapa de la luz y el cromatismo. El artista mantiene un contacto directo con el paisaje y en este caso llega a alcanzar una especie de simbiosis con Finlandia, la cual visitó en varias ocasiones, retratando diversos lugares, entre ellos Karelia. Esta localidad finlandesa es plasmada por Morquecho tal y como él la capta, dando una visión casi idílica, como si se tratase del jardín del Edén. Se trata de un paisaje tomado de forma rápida, como si tratase de retener la primera impresión, pero elaborado, con numerosos efectos de luz y contrastes a base de grandes manchas de colores vivos y brillantes, traducidas en gamas de verdes y azules. Los tonos ocres, le sirven para trazar una línea divisoria que separa la realidad, del reflejo del agua. Su desarrollo horizontal provocó, junto a sus grandes dimensiones, que el paisaje se repartiera en dos lienzos, creando un díptico. A pesar de no contar con influencias claras, el empleo puro del color dota a sus pinturas de ciertas reminiscencias fauves.