Es una de las pocas composiciones paisajísticas de Abelenda donde predomina la horizontalidad. El pintor abandona el recurso de los árboles para fijar el primer término y convierte la gran masa de agua en protagonista del cuadro. El color es el encargado de marcar los distintos planos. Para ello, alterna los tonos verdes de la tierra con los rosas y violetas que se funden con los grises nacarados de los reflejos del agua, tan del gusto del artista. Su alternancia guía la mirada del espectador hacia el fondo de la obra, cuya profundidad es enfatizada por la suave diagonal marcada por el mar.