Esta obra es un espléndido ejemplo de su época en Dau al set. Autodidacta de formación, abandona los collages de tinte dadaísta y se concentra en la pintura, en un tono claramente surrealizante. El surrealismo es para Tàpies un modo de volver al arte de vanguardia en Cataluña antes de la guerra, a Dalí, a Planells, a Miró. Al mismo tiempo, la realización de estas imágenes misteriosas que evocan otros mundos le permite expresarse con la libertad que le niega el país donde vive. Representa una metáfora del exilio interior, en el que el artista mira para alejarse de la represión.
El cuadro, en esa atmósfera vaporosa de la que nos habla Tàpies, introduce una serie de elementos poco reconocibles, propios del surrealismo de Dalí o Tanguy, y una cara grotesca, amenazante que recuerda a los aguafuertes de Paul Klee. La influencia del artista suizo también se observa en la construcción de la obra, en la creación de atmósferas y la introducción de elementos y signos, propios del Tàpies de la época. Esta obra, que presenta en su primera exposición individual, en las Galerías Layetanas en 1950, posee una riqueza de significados, entre los que destaca la calidad plástica y casi táctil de la superficie gracias a esa «atmósfera gaseosa y acuática», que anuncian las preocupaciones estéticas de la pintura de años posteriores.