Hijo de madre gallega y padre diplomático uruguayo. Con 7 años hizo su primer viaje a América y tres años después regresó a Galicia. Al producirse la sublevación del 18 de julio de 1936 se trasladó a Oporto con su familia, ya que su padre, cónsul de Uruguay, fue expulsado de España. En 1938 emigró a ese país, donde aprendió los principios estéticos de Joaquín Torres García. Pasó su juventud en Montevideo y fundó la revista de cultura Apex, con Carlos Maggi y otros artistas e intelectuales uruguayos. En ella participaron Joaquín Torres García, Juan Carlos Onetti, Juana de Ibarbourou, Julio María Sanguinetti y Marta Canessa, entablando también una estrecha amistad con Jorge Oteiza, que llegó a prologarle su exposición en el Centro de Artes y Letras. En Buenos Aires, donde vivió entre 1948 y 1957, fue amigo de Lucio Fontana, quien tuvo una fuerte influencia sobre su obra, así como otros gallegos exiliados, como Rafael Dieste y Luís Seoane.
A partir de 1957 se estableció en Montevideo, hasta su marcha a París en 1965 de la mano del crítico Michel Tapié, que quedó impresionado con su gigantesco mural del Estadio Luis Tróccoli en Montevideo. Allí impresionó a Julio Cortázar, que escribió un relato sobre su obra, y al pintor asturiano exiliado Orlando Pelayo, amigo de Albert Camus. Nóvoa fundó con varios pintores uruguayos y argentinos el Espacio Latinoamericano. En 1974 celebró su primera exposición en la galería Édouard Loeb, que sería su galerista durante muchos años.
La obra de Nóvoa destaca por la tridimensionalidad patente en su trabajo desde los años setenta, cuando el pintor se apropió de ella meditando sobre el espacio desde una abstracción purísima en la que el color y la luz adquirían una potencia envolvente. Si en principio su obra en esos momentos podía hacer pensar en Lucio Fontana, el singular tratamiento cromático y lumínico del gallego singularizó rápidamente su estilo, en el que progresivamente la rugosidad fue ganando terreno, constituyéndose en una de sus señas de identidad estilísticas. A partir de mediados de los setenta y durante los ochenta, lo matérico adquirió un peso sustancial, sin que ello supusiese una renuncia a esa preocupación por la tridimensionalidad y la luz. Una senda en la que siguió trabajando hasta su muerte.